José Calderón Torres fue su nombre completo, Nació en Tampico en la colonia Arenal, un día y año no precisados, cuando el puerto era la Torre de Babel americana donde los aventureros del mundo se repartían la riqueza petrolífera de la Huasteca. A la edad de siete años ingresó a la escuela primaria Gabino Barreda, aunque abandonó sus estudios antes de concluir el segundo grado.
Hasta poco antes de cumplir los trece, José Calderón fue un niño de estatura normal. Sin embargo, a los 15 años ya era un gigante con el físico de un adulto y su fuerza equivalía a la de 2 hombres. Cómo a muchos de los tampiqueños en aquel entonces, y a falta de ingresos en casa, se fue a trabajar a los muelles como cargador y ayudar así en los gastos a su familia, e intentar salir juntos de la pobreza.
En su primera jornada como estibador impresionó a todos con su gran fuerza al cargar sobre su espalda cuatro sacos de azúcar recién llegados de Cuba, que juntos pesaban 160 kilos. Poseía un espíritu noble y se conmovía fácilmente ante la adversidad de los otros, razón por la cual auxiliaba con gusto a los alijadores menos fuertes. Grácias a está actitud, tuvo muchos amigos y fueron ellos quiénes le empezaron a llamar Pepito en tono afectuoso y sin dobleces.
A sus 18 años, Pepito rebasaba ya los 2 metros de altura. No experimentó el placer de la adolescencia, lo que sin duda lo hizo infeliz. A medida que su cuerpo crecía, su espíritu se retraía, de tal manera que dejaba la impresión de estar habitado totalmente por la tristeza. Por alguna razón, dejó su trabajo en los muelles, e ingresó al Sindicato de Trabajadores Terrestres.
Su labor consistía en subir la carga a los camiones o bajarla, en virtud de su imposibilidad para entrar en las bodegas. En Tampico, las puertas y los muebles de todos los recintos no estaban hechos para él. Prefería recorrer a pie la distancia de su casa al trabajo antes que abordar con dificultad cualquier vehículo. En las salas de cine, incluso, forzosamente veía de pie las películas o bien desde la primera fila.
Trabajó durante más de quince años en el Sindicato de Terrestres, período durante el cual se le conoció con el sobrenombre que llevaría más allá de su muerte: Pepito Terrestre. En 1956, ya enfermo de la pleura y muy probablemente con más de una hernia enquistada en su cuerpo, abandonó su trabajo de cargador. Se dedicó desde entonces a vender billetes de lotería y a chacharear, como a él le gustaba decir. Para entonces, media 2 metros más veinte centímetros, y las dificultades para conseguir pantalones, camisas y zapatos de su medida eran dificiles, de no ser porque su madre le confeccionaba la ropa y un viejo zapatero de los mercados le fabricaba zapatos especiales para sus pies planos.
Indudablemente, su presencia en las calles del puerto eran un espectáculo para locales y visitantes. Los viejos de ahora cuentan que alguna vez, un par de policías intentó detener a Pepito al deambular ebrio en el centro de la ciudad y que cuándo él imagino el malestar que le causaría a su madre se resistió. Los oficiales al parecer, lo golpearon hasta hacerlo enfurecer y el gigante, fuera de control, levantó la patrulla por un costado hasta volcarla.
De lo que no hay duda , es que en toda América Latina no existía entonces ningún ser humano que alcanzara su estatura. Por ello, se sabe que un extranjero lo quiso llevar a jugar básquetbol a Estados Unidos y que vários propietarios de circo le ofrecieron empleo. No aceptó ninguno de ambos ofrecimientos, aunque si accedió a las peticiones de un empresario que lo llevo a Guadalajara temporalmente a promocionar vitaminas infantiles y, en otra ocasión, acepto el papel de réferi en una pelea de enanos. Su argumento más sentido y honesto para rechazar cualquier oferta era: “Debo cuidar a mi madre; No puedo dejarla sola”
Pepito el Terrestre murió el 15 de octubre de 1973, cuando había alcanzado la fabulosa estatura de dos metros más treinta y cinco centímetros. Su funeral fue singular. Debieron construir un ataúd especial y la carroza que transportó sus restos al panteón llevó la portezuela abierta porque la caja no cupo en su interior. Fue sepultado sin mayores honores, salvo los de que lo amaron cercanamente. Los diarios publicaron escuetamente la noticia, y los cronistas de la ciudad, empeñados en registrar sólo la historia oficial, jamás se ocuparon de él.
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